En estos días, a raíz de la opinión (basada en una teoría) de un científico, Stephen Hawking, quien en un libro “The Grand Design” (El magnífico diseño) escribe que el concepto de Dios “no es necesario para explicar la creación del Universo porque las leyes de la física bastan para explicar su origen” (en “Breve historia del tiempo Hawking sugería, en cambio, que esas leyes postulan la existencia de un ser superior), uno de esos “filósofos opinadores” o “columnistas” que suelen haber en los diarios paraguayos, con un algún estilo literario pero un razonar no muy humano (su falaz “erudición” deja mucho que desear), una vez más se viene lanza en ristre contra Dios, las religiones (a las que culpa de todos los males del mundo) y sobre todo la Iglesia católica (que estúpidamente busca destruir a como de lugar).
El “articulista” aduciendo que “fe y ciencia no son compatibles”, “razona” una conclusión: Dios no existe. Ya en otras oportunidades se ha despachado contra el Ser Supremo, el Dios de los creyentes, con el argumento macizo de que son más los crímenes que se han cometido en nombre del Señor mismo que en las épocas y lugares donde su presencia escasea. Y alaba el ateísmo como lo podría hacer Ernesto Bloch, el utopista concreto del "Principio esperanza".
Cualquiera comprende que las guerras de religión no han sido comandadas por el Señor de los ejércitos, sino por los soberanos del poder temporal, ansiosos por ampliar sus territorios geográficos asaltando de paso la conciencia del asolado, imponiéndole el consuelo o el inri de la nueva creencia.
Habría que desencasillar la noción de Dios del eje de cada una de las religiones impuestas por grandes iniciados para conglomerar a sus pueblos. Una cosa son Alá, Krishna, Rama, Brama, Shiva, Zoroastro (no sé si Budha encaja), todos dignos de la veneración de quienes ante ellos se postran, pues con esa venia profunda le dan asidero a su alma inmortal, y otra cosa muy distinta el Jehova de los judíos y aún mucho más Jesucristo, la encarnación de Dios mismo que de esta forma se hizo presente entre nosotros y cognoscible a los ojos internos del hombre. Y así como barbas no tiene, tampoco historial delictivo que adjudicarle. Desde luego, los íconos históricos tangibles son poco presentables en la sociedad de la ciencia, pero tienen el poder de hacer accesibles las ceremonias de adoración, pues es casi imposible postrarse ante un concepto abstracto por más que refiera a una Persona concreta.
Habría que desencasillar la noción de Dios del eje de cada una de las religiones impuestas por grandes iniciados para conglomerar a sus pueblos. Una cosa son Alá, Krishna, Rama, Brama, Shiva, Zoroastro (no sé si Budha encaja), todos dignos de la veneración de quienes ante ellos se postran, pues con esa venia profunda le dan asidero a su alma inmortal, y otra cosa muy distinta el Jehova de los judíos y aún mucho más Jesucristo, la encarnación de Dios mismo que de esta forma se hizo presente entre nosotros y cognoscible a los ojos internos del hombre. Y así como barbas no tiene, tampoco historial delictivo que adjudicarle. Desde luego, los íconos históricos tangibles son poco presentables en la sociedad de la ciencia, pero tienen el poder de hacer accesibles las ceremonias de adoración, pues es casi imposible postrarse ante un concepto abstracto por más que refiera a una Persona concreta.
Yo, como muchos amigos, abandone a Dios en la edad primera, más por desprenderme de un “lastre” heredado que por el berbiquí de la duda, pero sobre todo por no entender la paradójica postura de quienes “predicaban” una doctrina, un mensaje evangélico mientras su vida estaba en contradicción con tal mensaje, a más de pregonar la necesidad irrazonable de aceptar una situación de dolor y miseria humana simplemente porque Dios lo quería así y no había nada más que hacer (eso sí, ellos desde sus charolados zapatos no vivían ese dolor ni esa miseria. Eran esos pastores de quienes el Vaticano II dice que “con su conducta religiosa, moral y social han ocultado más que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión”). Finalmente porque con la ciencia era suficiente, pensaba, para explicarnos el mundo y sus misteriosos engranajes.
Recuerdo que en el principio nos burlábamos, Zarathustras de papelillo, de quienes no sabían aún que “Dios había muerto”. Pienso ahora que la pasión tan intensa que poníamos en nuestro ateísmo obedecía a una beatitud recóndita, “pues nadie apuñala una galleta de soda” o se toma tanto trabajo para negar lo que no existe. “Contra factum non valet argumentum”. “El temor del hombre a la Nada es Dios” era nuestro estribillo. Hoy, observando a la distancia, en ese “nadaísmo” éramos una pandilla de místicos Con el agregado de que la mayoría todavía lo niega o nunca lo supo. Hasta en eso se manifiesta la majestad del Altísimo.
Leyendo bien alguno de esos artículos aparecidos en estos días, no es contra Dios los argumentos escritos, sino contra quienes se arropan en su santo nombre para justificar abominaciones. Que es lo que deben hacer quienes portan el don y la fe divina. En ese sentido, los mismos escritores “ateos” se convierten en una de las pruebas de la existencia de Dios, quien no tiene necesidad de que se crea en Él para existir.
El ser humano que no se encontró con Dios en su tránsito se perdió de la razón de haber vuelto. Y hasta allí le llegó su eterno retorno. “Dios mueve mi mano”, escribió el ateo poeta colombiano Jorge Zalamea cuando expiraba. Me solazo pensando que yo tampoco habría vuelto a creer en Dios, si Él no me hubiera hecho digno de ello.
G. L